El tren en que venía Irene paró de tal manera que la puerta del vagón quedó justo donde su madre la aguardaba. No halló las cosas como esperaba, aunque no estaba segura si era porque habían cambiado o porque ella las recordaba con más colorido, menos ajadas, como se ven todas las cosas en la infancia. Su madre también estaba distinta, pero eso sí, no por efecto de la memoria, sino del tiempo. Mientras bajaba el equipaje y la abrazaba, y luego mientras caminaban hacia la casa unas pocas cuadras, tuvo la impresión de haber hallado el tiempo que en la ciudad se le iba tan rápido: estaba todo allí acumulado. También le pareció que allí todo tenía el color de la arena.
La primera ceremonia al llegar a la casa fue
tomar mate largamente en la cocina. Irene hablaba de los estudios que estaba
por terminar, de las amigas con quienes vivía, del hombre con quien planeaba
casarse. Luego comenzó a hacer preguntas sobre el pueblo, sobre sus antiguos
compañeros, los que habían partido como ella, los que no se habían ido, los que
tres años atrás habían asistido al velorio de su padre y los que no. Con las
preguntas llegaron los recuerdos, desordenados, ilegítimos como todos los
recuerdos, de su infancia. Del colegio sobre todo recordaba los recreos, los
juegos, las tonterías que habían sido para ella grandes aventuras. El recuerdo
de un suceso, más nítido que otros, la llenó por un instante de secreta
vergüenza.
En el último año de la primaria, en un
descuido de una compañera llamada Anita, Irene le había robado un reloj. Era un
reloj de forma oval, con un espejito dentro y una pulsera de cadenita. Era
probablemente bañado en oro, pero Irene no se lo había quitado por eso. Lo
había hecho simplemente porque el reloj le gustaba mucho. Luego Anita había
sospechado de ella y se lo había reclamado insistentemente, pero sin ningún
escándalo, y había tratado de persuadirla del valor que para ella tenía el
reloj que su madre le había dado; le había prometido que nadie se enteraría si
se lo devolvía, pero Irene había negado una y otra vez y había optado por
ofenderse ante la desconfianza de su compañera, quien finalmente se resignó a
la negativa rogándole que jamás se olvidara de darle cuerda porque —le dijo—
era muy delicado y se estropearía mucho. Pronto Irene se dio cuenta de que
había sido una tontería quedarse con el reloj, ya que no podría usarlo sin que
fuera reconocido, así que tuvo que esconderlo en un hueco que había hecho ella
misma bajo una baldosa floja en su cuarto, en donde guardaba sus secretos de la
mirada materna. A veces, cuando estaba sola lo sacaba, se lo ponía en la muñeca
y le daba cuerda, pero finalmente, cuando dejó el pueblo, el botín quedó allí
olvidado.
Un rato más tarde, mientras se instalaba en
su cuarto, que la madre mantenía limpio y en el mismo estado en que lo había
dejado, recordó nuevamente el reloj. Corrió un poco la cama, reconoció la
baldosa y la levantó, y lo encontró, bastante sucio de verdín. Lo limpió con
cuidado y lo guardó en un bolsillo.
Durante el almuerzo, hizo que su madre le
contara todo lo que supiera sobre Anita. Ella —dijo la madre— se había mudado a
las afueras hacía años, y no volvía al pueblo desde entonces. En un principio,
las malas lenguas dijeron que sus padres la escondían porque estaba embarazada,
pero nada confirmó ese rumor. Cuando sus padres murieron, no se la vio en el
funeral. Los proveedores que se llegaban hasta su casa tampoco la veían:
encontraban su dinero en la puerta y allí dejaban sus pedidos.
Irene decidió que iría a verla por la tarde.
Se sentía avergonzada y llena de remordimiento, pero sólo ahora, ya mayor,
comprendía que su falta era reparable: iría a buscar a Anita y le devolvería su
reloj. Sin duda Anita se daría cuenta de lo apenada que estaba y la
disculparía. Seguramente lo vería como una cosa de niñas y luego las dos
podrían reír juntas del incidente.
Pidió instrucciones para llegar hasta la
casa, a unos ocho kilómetros campo afuera. Hizo chirriar su vieja bicicleta,
que hubiera necesitado aceite, por el camino de tierra. Por momentos, se
arrepentía de la idea. Tal vez Anita ni siquiera recordara el asunto. Y además,
quién sabía qué graves motivos tenía para aislarse de esa forma. Sin duda, ella
no era nadie para inmiscuirse, y lo mejor sería volver. Pero la casa ya estaba
ante sus ojos. Respiró hondo y bajó de la bicicleta.
En la puerta, la asustó el salto de un enorme gato manchado. Se tomó un
segundo para reponerse, y golpeó. No hubo respuesta. Volvió a golpear.
Sintió que alguien levantaba la tapa de la mirilla. Una voz de niña preguntó:
—¿Quién es?
—Busco a Anita. Soy Irene, una amiga, Irene
Frías.
—Ah,
Irene… Vos… podés pasar —fue la inesperada respuesta.
La llave giró, giró el picaporte y se abrió
la puerta.
—Irene.
Irene la reconoció enseguida. En el instante
siguiente, el más aterrador de toda su vida, se dio cuenta de que hubiera sido
imposible no reconocerla, porque Anita estaba, literalmente, igual que la
última vez que la había visto. Tenía el cuerpo de una niña de doce años, su
pelo, su rostro. De pie frente a ella, sólo sus ojos no eran los de una niña.
Irene oyó de sus labios el reproche más resignado y triste que hubiera oído:
—No le diste cuerda…
¿Qué sentido tiene la frase “También le pareció que allí todo tenía el color de la arena”?
ResponderBorrarPor qué motivo recuerda las cosas más coloridas ?
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